Desde que Dolores se fue, su única compañía era
el trabajo. Hace medio año tuvo que jubilarse y el miedo a morir solo comenzó
a angustiarle. Entonces convenció a Antonio, un antiguo compañero, para que le telefoneara
a diario; siempre a las nueve. Dejaba que sonara, descolgaba y volvía a colgar. Con eso era suficiente.
Anoche no sonó. Al comprobar que había línea los temblores y la asfixia le impidieron dormir. Hoy ha sabido que
Antonio había fallecido. Un dolor agudo en el pecho le ha paralizado cuando, a
las nueve en punto, el teléfono ha vuelto a sonar.