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Rodeada de familiares, pero sola, sus últimas horas transcurren con las penurias de su niñez surgiendo a borbotones. Nunca ha olvidado ni el frío que siempre hacía en casa, ni cómo repartía la comida con su hermano: cuando había sardina la cabeza para uno, la cola para el otro; cuando tocaba huevo sorteaban yema y clara. Si algún festivo tocaba ración completa ninguno podía acabarla. Ahora agoniza escuchando a sus hijos pelearse por su dinero, pero muere satisfecha porque ya no siente ni hambre ni frío. Sabe que las discusiones terminarán cuando muera; para eso lleva días comiendo papel.