Cuando las vecinas le preguntaban qué había ocurrido con sus brazos contaba que se los entregó en África a un león, ansioso por devorarle, para poder escapar. En el bar de la esquina decía habérselos dado al mequetrefe que plagiaba sus obras, para que así pudiera firmarlas con sus propias manos. En las tertulias del café teatralizaba todo aún más y a diario inventaba historias nuevas. Nadie sabía qué le había pasado, ni tan siquiera él quería recordarlo. Al acabar el día, cuando llegaba al cuarto de su pensión, lloraba desconsolado por no poder abrazar más a su amada.
Durante los primeros diez años en este blog todas las historias que fui publicando estaban contadas en 99 palabras. Ahora cada una de las historias toma su propia extensión.
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Miguel Ángel, ¿qué le pasó? Lo has dejado tan abierto después de toda una relación de posibilidades que uno se queda con ganas de saber, pero mejor así, pues nos transformamos en esos contertulios que le acompañaban.
ResponderEliminarUn abrazo.
Demasiado abierto para mi. Veo la escena, pero no la historia. Culpa mía fijo.
ResponderEliminarQué triste, vivir sin abrazos, eso sí es una desgracia.
ResponderEliminarMarta
Nunca reconocerá que la talidomina que tomó su madre le hizo así. Sólo la mujer de la pensión le permite saber que es posible añorar lo que jamás se tuvo.
ResponderEliminarUn abrazo